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lunes, 14 de noviembre de 2011

Los primeros 100 días de Ollanta.

Los primeros 100 días de Ollanta:
Por Raúl Wiener
Por lo que he podido oír al presidente y al primer ministro en estos últimos días, la celebración de los primeros 100 días del nuevo gobierno traería novedades, de ningún modo conmocionantes como ya advirtió Salomón Lerner, pero tampoco cualquier cosa, lo que ha sido la tónica desde 28 de julio. Evidentemente se nos quiere acostumbrar a un ritmo de transformaciones lentas y medidas que no afecten las hasta ahora buenas relaciones con el capital lo que puede resumirse en algunas frases que se han hecho casi definitorias: “estamos negociando sin patear el tablero”, “no queremos pelearnos con las grandes empresas, pero que paguen sus impuestos”.

Este talante conciliador pero que insiste en la necesidad de volver a negociar sin pelearse, es una marca clara de los 100 días y por lo que puede entenderse de las declaraciones de más alto nivel del régimen, la pretensión es que sea la verdadera hoja de ruta de los cinco años. Claro que eso supone que los capitales sigan aceptando volver cada tanto a la mesa y ceder algo, como se hace en toda negociación. Los casos que se judicializan o recurren al arbitraje internacional, podrían terminar escapando al parámetro general, como estaría ocurriendo con la deuda tributaria de Telefónica, que está provocando una tensión con el gobierno.

No hay duda que si Ollanta termina dando la impresión que se doblega ante la gran empresa, caerá perpendicularmente en la expectativa de la población. En el caso del llamado gravamen minero la imagen sigue siendo que sacó cosas que las empresas no querían dar, y esa idea no ha sido mellada por los estudios más acuciosos que han descubierto después que el monto a recibir es menor que el anunciado y que probablemente el MEF metió la mano para salvarle algunos cientos de millones a sus compadres de la minería. Lo que es verdad es que hacía veinte años que no había un gobierno dispuesto a sentar a los mayores inversionistas para revisar sus contratos. Y eso alimenta las expectativas.

Pero al otro lado hay que preguntarse si para los votantes de Ollanta, especialmente el 31% de la primera vuelta que le ha sido fiel en dos elecciones y que debería ser el más dispuesto a batirse por él en los momentos difíciles de los próximos cinco años, la idea de los cambios ralentizados, recortados y focalizados (para el caso de los programas sociales) va a permitir les una adhesión sólida y de largo plazo. A 100 días se escuchan descontentos por lo que se hace y lo que no se hace, especialmente por lo que se percibe como confianzas excesivas en la tecnocracia que dirige la economía y que es la misma del pasado (con sus títulos y conocimientos traídos de los Estados Unidos) y la burocracia de “confianza” que administra aún muchas porciones del Estado.

En realidad los cien días dejan un sinsabor para quienes todavía recuerdan el mensaje original de Ollanta sobre la traición de los políticos que luego de echar a la dictadura fujimorista dejaron intacta casi toda la herencia del viejo régimen: constitución, contratos, instituciones, política económica, etc., y una relativa tranquilidad en los que más bien imaginaban que el “cambio” en el candidato podía no ser sino un maquillaje. Mi amigo, Ricardo Vásquez Kunze que seguramente está en este segundo grupo dijo, sin embargo el otro día, que está bien que Ollanta nos haya convencido de que no será el radical que se temía, pero ya es tiempo que apriete un poco el acelerador. Esto ya no sólo se lo reclama la izquierda del gobierno, sino algunos de sus aliados de derecha.

30.10.11
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La constitución que nadie firma

La constitución que nadie firma: El enredo de la Constitución de 1993, no se limita a su carácter golpista y al hecho que la reforma del Estado y la economía que está contenido en su articulado se armó el año anterior en las sesiones del Consejo de Ministros encabezado por Fujimori y con la asesoría y redacción de Vladimiro Montesinos; ni tampoco se constriñe al siempre discutido resultado del referéndum del 31 de octubre de 1993, que fue muy probablemente manipulado y alterado por el fujimilitarismo de la época. Todo eso es el vicio de origen que daba lugar a que cuando el candidato Ollanta Humala se refería a este documento lo calificaba de “delincuencial”.

Pero no sólo fue una Constitución de un sector de la sociedad contra el resto, impuesta por las armas y ratificada con fraude, que ya sería razón suficiente para no tenerle el menor respeto y aplicarle los alcances del artículo 301 de la Constitución de 1979, que obviamente se estableció no por mera retórica (ver recuadro). Fue a su vez un documento vulnerado por los dictatoriales que quisieron forzar una segunda reelección cuando sólo estaba aprobada una, y por los demócratas que se volaron la reelección fuera del procedimiento de enmienda.

Sin duda había un nudo constitucional en la crisis del año 2000, pero la mayoría de partidos no quería meterse en un debate que ponía sobre el tapete la naturaleza espuria del sistema creado en los 90, que muchos apoyaban por lo bajo porque había volteado –aunque fuese a patadas-, al país hacia la derecha, y sobre todo porque una consenso diferente se estaba labrando en el Perú de cambio de siglo y era muy riesgoso para los grandes intereses ir a una nueva constitucionalización.

De ahí el recurso casi simbólico de abolir el reeleccionismo como si eso corrigiera todo el entuerto y los dilemas de Paniagua y Toledo, que hicieron comisiones para proponer vías y contenidos para la nueva Carta. Así se propusieron hasta tres fórmulas: Asamblea Constituyente; encargo de la elaboración de un nuevo texto a juristas renombrados y posterior consulta ciudadana a través de una referéndum; reforma de la Constitución a través de sus propios mecanismos internos, con consulta ciudadana. Y todas estas posibilidades fueron puestas en la mesa del presidente Paniagua, que no decidió por ninguna de ellas y derivó el tema a la presidencia de Toledo.

El líder los Cuatro Suyos hizo a su vez una clara opción al aliarse con PPK para formar gobierno. Ahí la suerte estaba echada porque si el gringo estaba en ese lugar, era en aras de la continuidad económica. Y si no se podía discutir el capítulo económico, la sustancia constitucional seguiría siendo la misma. En diciembre del 2001, el congresista Pease recibió el encargo de encabezar la reforma a través de un consenso con las fuerzas representadas en el Congreso. Este trabajo duró mucho tiempo y varias veces celebró el éxito de haber concordado a medio mundo en temas donde existían discrepancias.

Pero al final la reforma quedó en nada. El gobierno no quiso presentar sus nuevos artículos y muchos menos someterlos a voto, porque lo más probable iba a ser que los electores usaran la consulta para votar contra el propio gobierno y los partidos políticos. Y así murió el intento. Luego vino Alan García y como siempre jugó el primer tiempo en el equipo de la izquierda para pasarse luego a la derecha. El caso aquí fue que el candidato prometió a su partido la restauración de la Constitución de Haya de la Torre, lo que lo diferenciaba de Ollanta (nueva Constitución) y de Lourdes Flores (no tocar la del 93). Claro que una vez con la banda presidencial se zurró en Haya de la Torre y su propio partido y se aferró al mamotreto fujimorista hasta las últimas consecuencias, acabando la discusión sobre el tema.

La firma de la Constitución

Por ley del Congreso 27600, del 15 de diciembre del 2011, bajo la presidencia de Carlos Ferrero, se acuerda la supresión de firma y el simultáneo inicio de un proceso de reforma constitucional. En el artículo Nº 1 de la citada ley se establece: “Suprímase la firma de Alberto Fujimori Fujimori, del texto de la Constitución Política del Estado de 1993, sin perjuicio de mantener su vigencia en aplicación de las Resolución Legislativa Nº 009-2000-CR, que declaró su permanente incapacidad moral y, en consecuencia, la vacancia de la presidencia de la República”. Este fue el último signo de ruptura con el pasado que los políticos peruanos produjeron después de los 10 años de autoritarismo y corrupción.

Dejaron la Constitución vigente pero sin firma, a la espera de la reforma que haría la Comisión Pease que, como ya se ha dicho, fracasó en el intento. Por eso Toledo pudo firmar la Constitución modificada y nos quedamos con la insólita situación de que la supuesta ley de leyes, es la única ley del Perú que no la refrenda ningún presidente, lo que en técnica jurídica podría ser una causal más para invalidarla.

Hay que recordar que la Constitución de 1979, no fue firmada por el dictador Morales Bermúdez cuando se la entregaron concluida para su promulgación, y la Asamblea en acto sobreaño la promulgó por su cuenta. Aun así, el 28 de julio de 1980, apenas juramentado en el cargo de presidente, el arquitecto Fernando Belaúnde, estampó su firma sobre el documento producido por una Asamblea Constituyente a la que Acción Popular se negó a asistir.

A pesar de que en ese caso hubo también una crisis sobre quién se hacía responsable de abrir el nuevo período constitucional, la solución de 1980 fue la mejor de todas, con el presidente democrático poniendo en vigor los nuevos principios y reglas del Estado, la economía y la sociedad peruanas. Eso no ha ocurrido con la Constitución de Fujimori que sigue siendo una especie de apestada, sin padre que la reconozca (porque el verdadero está en la cárcel) y sin voluntad política para hacerle cambios de fondo o sustituirla, como proponía Ollanta Humala cuando iba camino al poder.


6.11.11
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Lo que estaba estipulado en 1979

Artículo 307

¬Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone. En estas eventualidades todo ciudadano investido o no de autoridad tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.
Son juzgados, según esta misma Constitución y las leyes expedidas en conformidad con ella, los que aparecen responsables de los hechos señalados en la primera parte del párrafo anterior.
Asimismo, los principales funcionarios de los gobiernos que se organicen subsecuentemente si no han contribuido a restablecer el imperio de esta Constitución.
El Congreso puede decretar, mediante acuerdo aprobado por la mayoría absoluta de sus miembros, la incautación de todo o de parte de los bienes de esas mismas personas y de quienes se hayan enriquecido al amparo de la usurpación para resarcir a la República de los perjuicios que se les haya causado.